Marian Engel, (Toronto, 24 de mayo de 1933 – 16 de febrero de 1985) fue una novelista canadiense en lengua inglesa. Miembro fundadora de la Unión de Escritores de Canadá (1973). Su obra más famosa es Bear (en español, Oso).
Vivió sus primeros años en hogares de acogida antes de ser adoptada por el matrimonio Passmore. En 1968 consiguió publicar su primera novela “No Clouds of Glory
2. Pero su obra maestra (que supuso un escándalo) fue Oso, por la que además recibió el Governor General’s Literary Award for Fiction.
Hasta su muerte en 1985, Marian Engel escribió un diario que utilizó como fuente de su ficción; también mantuvo correspondencia con importantes escritores canadienses como Hugh MacLennan, Robertson Davies, Dennis Lee, Margaret Atwood, Timothy Findley, Alice Munro, Margaret Lawrence y muchos otros. Sus diarios fueron editados y publicados como Cuadernos de Marian Engel: “Ah, mon cahier, écoute …” (1999); sus cartas fueron recopiladas como Dear Marian: The MacLennan – Engel Correspondence (1995) y Marian Engel: Life in Letters (2004).
Fragmento de “Oso”
“En el dorso de la hoja había una fórmula para elaborar tinta.
El oso se sentó junto al fuego. Lou alzó la cabeza, cerró los ojos y pensó en las otras hojas de papel que habían caído revoloteando de los libros. Pensó en Homer diciendo que allí siempre habían tenido un oso. Pensó en la madre de Byron, que buscó dinero en vano para mantener la abadía de Newstead y alimentar al oso. Miró al oso. Estaba ahí sentado, sólido como un sofá, doméstico, una alfombra de oso. Se arrodilló a su lado. Olía mejor que antes de que empezaran con los baños, pero su esencia seguía ahí, un aroma almizclado como la nota dulce y aguda de la flauta de un pastor.
Su pelaje era tan espeso que se le perdía media mano dentro. Le masajeó los encorvados hombros. Sentarse a su lado le daba una extraña paz. Como si el oso, al igual que los libros, conociese generaciones de secretos, pero no sintiera la menor necesidad de revelarlos.
Metódicamente, porque la pasión no es compatible con la bibliografía, acabó de catalogar el libro en que trabajaba. Marcó la ficha con una pequeña señal personal para indicar que el libro contenía un recorte sobre osos, empezó una nueva ficha y anotó en qué página y en qué libro había encontrado el papel. Y, curiosamente, también la fecha y la hora.
Pasó el resto de la noche escribiendo fichas parecidas para las otras hojas de papel, aunque no pudo determinar la fecha y la hora precisas en que las había encontrado. Mientras lo hacía se preguntó por qué lo estaba haciendo, si tal vez pretendía construirse una especie de I Ching personal. Imposible: ella desconfiaba de los procesos no racionales, ella era bibliógrafa, declaró. Simplemente quería que la documentación fuese rigurosa.
Se acostó al amanecer, pero antes dio de desayunar al oso mientras lo encadenaba en el jardín. En cuanto llegó a la hierba, el oso se agachó y soltó un zurullo inmenso que humeó en el frío matinal. Lou observó su cara mientras defecaba, casi divertida por estar buscando una señal de emoción que no encontró. Ella no tenía nada que aportar.
Durmió hasta bien entrada la tarde, y por la noche, mientras trabajaba sola arriba, sin su amigo, encontró un papel que decía:
Según la leyenda rutena, un oso cuyos excrementos son de oro salva de la ignominia a Waldo, un príncipe perdido.
Lo anotó en otra ficha.
A la mañana siguiente, adaptada de nuevo al horario normal, despertó de buen humor. Se quedó un rato acostada, disfrutando de la luz, antes de salir a catar el sol. Hacía calor, la isla estaba infestada de mosquitos y moscas negras. Se batió en retirada espantando las moscas a manotazos y se vistió.
Mientras desayunaba fuera, por lealtad hacia el oso, intentó recordar cuánto duraba la temporada de las moscas negras. Llegó a la conclusión de que nunca lo había sabido. Hasta mediados de julio, quizá. Estaba sopesando si debía considerar aquellas moscas como un buen síntoma de la vitalidad del Norte, una señal de que la naturaleza nunca se rendiría, de que por muy depredador que fuese el hombre había cosas que escapaban a su control, cuando un bicho no mayor que una mosquita le arrancó un trozo de pantorrilla de un mordisco, a través de los pantalones. La pierna le empezó a sangrar profusamente. Entró.
Volvió a salir, embadurnada de loción antimosquitos, para no decepcionar al oso (Lou había descubierto que podía pintarle la cara que quisiera, ya que su verdadera gama de expresiones era un misterio) y lo llevó a la zona menos profunda del canal, donde el agua estaba templada. Allí, mientras él nadaba tan lejos como le permitía la cadena, resoplando, siempre sorprendido, cuando llegaba al final de su libertad, Lou se quedó sentada con las piernas sumergidas en el agua y tapada con un jersey con capucha, ahuyentando a los bichos. El oso se aposentó en las brillantes piedras y comenzó a dar manotazos y zarpazos, pues los enjambres de mosquitos le invadían los ojos y el hocico. “