María Rosalía Rita de Castro (Santiago de Compostela, 24 de febrero de 1837-Padrón, 15 de julio de 1885) fue una poeta y novelista española que escribió tanto en gallego como en castellano. Considerada entre los grandes poetas de la literatura española del siglo XIX, representa junto con Eduardo Pondal y Curros Enríquez una de las figuras emblemáticas del Rexurdimento gallego, no solo por su aportación literaria en general y por el hecho de que sus Cantares gallegos sean entendidos como la primera gran obra de la literatura gallega contemporánea, sino por el proceso de sacralización al que fue sometida y que acabó por convertirla en encarnación y símbolo del pueblo gallego. Además, es considerada junto junto con Gustavo Adolfo Bécquer la precursora de la poesía española moderna.
La obra de Rosalía de Castro es sensible, pero también había mucho ruido y furia. En sus poemas, la autora da voz a todas esas mujeres que no la tienen: la joven que ha sido violada; la soltera, la anciana; a la madre que debe dejar a su hijo solo, o a las mujeres absorbidas por el amor romántico.
Fragmentos de “La hija del mar”.
¡Oh!, ¡Señor de justicia!, ¡brazo del débil y del pobre!, ¿por qué no te alzas contra el rico y el poderoso que así oprimen a la mujer, que la cargan de grillos mucho más pesados que los de los calabozos y que ni aun la dejan quejarse de su desgracia? Infelices criaturas, seres desheredados que moráis en las desoladas montañas de mi país, mujeres hermosas y desdichadas que no conocéis más vida que la servidumbre, abandonad vuestras cumbres queridas en donde se conservan perennes los usos del feudalismo, huid de esos groseros tiranos.
¿Y qué he hecho yo para sufrir estos tormentos? Amar y esperar mucho y poseer dolores a cambio de esa esperanza. Hace hoy doce años que él me abandonó, hoy once que mi hijo ha muerto y que todo se acabó para mí; desde entonces la vida ha faltado a mi vida…
Pero las manos de Fausto, ensangrentadas y cubiertas de heridas, demostraban que era para él más difícil y violenta aquella loca excursión que para su ágil compañera, en quien no se notaba ni fatiga ni molestia alguna. Cogido de la mano de su intrépida guía, jadeante y trepando trabajosamente por las hendiduras y quebradas del enorme peñasco, parecía el náufrago empeñado en acercarse a la orilla, y Esperanza la maga salvadora, la sílfide misteriosa que con la alegría retratada en el semblante le conduce a sus ignorados retiros para regalarle en ellos la felicidad y el amor de su alma.
Por fin treparon hasta la cumbre, e introduciéndose por el ancho agujero que hemos descrito ya, se encontraron en una especie de gruta natural en la que la luz penetraba de lleno, iluminándola enteramente. Sus paredes verdosas estaban tapizadas en su mayor parte por un aterciopelado musgo que formaba como un blando y muelle asiento que nadie creería hallar allí. Su aspecto, sin embargo, era salvaje y sombrío, y sólo viéndole enteramente iluminado por la luz del sol cual ahora lo estaba, sin que quedase oculto el más pequeño resquicio, podría creérsele morada de algún ser infernal.
Fausto apartó con horror la vista de aquella triste habitación en donde sólo las aves de rapiña podían hacer su nido, pero al volver la cabeza, al sorprender el majestuoso panorama que desde allí se descubría, lanzó una mirada en torno suyo y quedóse mudo de admiración, olvidándose ya de los tormentos y fatigas que le había costado llegar hasta aquel lugar solitario.
Las ligeras y rosadas nubes que embellecían el cielo al amanecer de aquel día se multiplicaron, y tan cerca pasaron de Fausto que hubo momentos en que éste creyó ser envuelto por los nublados vapores. Tornáronse ya, de blancas y leves, en oscuras, gruesas y plomizas, y pasaban lentamente y se juntaban formando gigantescos ejércitos que cubrían la luz del sol con su denso e impenetrable manto. El horizonte se había oscurecido a su vez apareciendo, sin embargo, en el cielo algunos claros de un azul intenso y hermoso, y todo presentaba un conjunto de luz y de sombras, de nubes y de azul que turbaba las miradas y llenaba de variados tonos el gran cuadro sublime y sombrío que anunciaba cercana la tempestad.
Fausto, entonces, aunque novel marino, lo comprendió bien pronto y jamás le parecieron tan espantosas y formidables esas masas de vapores que encierran en sus ámbitos el rayo que hiere y mata, produciendo ese aterrador ruido que hace estremecer las cavernas y los valles, cuyo eco debe parecerse al soplo de las iras de Dios.
La mar seguía tranquila y el vapor elegante y ligero hendía las aguas con una rapidez inconcebible.
Las banderas con que venía engalanado parecían, a los ojos de aquellos dos locos, blancas palomas sujetas por cintas de color azul, y los marineros que corrían de una parte a otra, con sus camisetas de rojo vivo y sus sombreros de paja con cintas azules, seres desconocidos y cubiertos de flores que se mezclaban en la revuelta danza, incomprensible como nunca la habían visto sus ojos ni ideado en su imaginación.
Los pobres niños se entregaron a las más locas conjeturas; su conversación parecería harto inocente a nuestros lectores, pero tal como la escucharon aquellas solitarias paredes era una conversación de extraños y confusos pensamientos, demasiado atrevidos para una niña endeble, demasiado amorosos para el joven marinero.
¿Qué más diremos?
Cuando Fausto concluyó de hablar, cuando después de haber dicho a Esperanza que quisiera tener muchos buques para llevarla consigo, ésta quedó confusa y pensativa, miró a su compañero y casi se sonrojó después de haber comprendido los pensamientos de su compañero.
El vapor, en tanto, se hallaba próximo a ocultarse a sus ojos, el cielo se hallaba ya cubierto de nubes y la mar empezaba a rizarse formando blancos copos de espuma que allí, y en el dialecto del país, llaman obelliñas blancas.
En efecto, semeja el mar en tales ocasiones un campo inmenso y movible en el cual pacen las blancas ovejas de que habla aquel nombre, aunque pudiera muy bien comparársele a un terreno quebradizo y escarpado cubierto en toda su extensión de pálidas y medio deshojadas rosas que el viento lleva aquí y allí, juguete de sus caprichos.
Las aves marinas revoloteaban rastreras rozando con sus alas las olas amenazantes, y los agudos flancos de la peña empezaban a conmoverse bajo el pesado azote de aquellas masas de agua que se estrellaban contra ellos, lanzando al propio tiempo un sordo bramido que parecía salir de los profundos senos de la mar.
Fausto y Esperanza parecían no notar todavía tan alarmantes señales y retirados en lo más oculto de aquella misteriosa morada, atentos solamente a sus pensamientos, escuchando el primero a su joven compañera, no veían acercarse a todo paso la tempestad. Esperanza sostenía una larga y caprichosa conversación: jerga incomprensible que, escapándose de sus labios sonrientes con toda la impetuosidad que le prestaba su imaginación, llevaba pendiente de cada sílaba, de cada palabra, el corazón del marinerillo que, olvidado de todo cuanto le rodeaba, sólo se complacía en contemplarla con muda adoración.