Catón el Viejo recordaba que a los hombres de bien los antiguos los llamaban “Buen Agricultor”, considerándolo el mayor de los elogios. Cicerón, por su parte, entre los oficios dignos enumeraba en primer lugar la agricultura.
No soy aún muy mayor, pero sí lo suficiente como para mirar al pasado con cierta perspectiva histórica. Recuerdo aquellos tiempos de niño en los que ibas al campo, al olivar, y podías ver gente trabajando con sus manos, a veces entonando alguna copla, incluso cuadrillas de trabajadores y todo tipo de incesante fauna y flora a cada paso.
Hoy en día, los olivares se encuentran tristemente solos y en silencio, únicamente alterados por el zumbido de potentes tractores conducidos por expertos chóferes que rara vez salen de sus confortables cabinas para poner pie en tierra.
En las almazaras ha ocurrido algo parecido, pasamos de unos tiempos en los que el agricultor desconoce no solo la calidad de su aceituna, sino incluso el rendimiento graso de la misma, a una situación en la que la tecnología ha aumentado considerablemente la capacidad productiva de las almazaras, disminuyendo costes de producción y mejorando las condiciones de trabajo de sus operarios.
Finalizada esta primera etapa de revolución e innovación tecnológica, se abrió una nueva hace unos veinte años con la complicidad del fabricante y el agricultor: la nueva era de la calidad y la excelencia en nuestros aceites.
Efectivamente, España ha sido – y sigue siendo-, el primer país productor de aceite, pero desafortunadamente también éramos conocidos por la escasa calidad de los mismos. Eso ya también es historia. Actualmente nuestros aceites gozan del mayor nivel de calidad con respecto al de otros países, como lo demuestran todos los certámenes internacionales.
La agricultura no solo debe consistir en un medio de vida, sino también en un estilo de vida. De lo contrario, esto equivaldría a perder el alma en el trabajo.
Para mi humilde modo de ver, un nuevo horizonte se abre ante nosotros: el de tomar conciencia y poner en práctica una serie de consideraciones que coloquen el campo y el agricultor en el centro del sistema, y recobrar la idea de que mantener un campo vivo, en el amplio sentido de la palabra.
Es verdad que la multitud de variedades locales de olivo son importantes; que los pájaros, mamíferos, reptiles, insectos, y flora de nuestros olivares son importantes. Que el empleo de venenos en la agricultura debe ser solo – en todo caso -, racional y extraordinario. Que no podemos emplear técnicas que favorezcan la pérdida de suelo fértil, que no podemos arrancar olivos centenarios – incluso milenarios-, por razones de productividad, con independencia de su valor patrimonial, histórico, o monumental.
La agricultura no solo debe consistir en un medio de vida, sino también en un estilo de vida. De lo contrario, esto equivaldría a perder el alma en el trabajo.
Un buen agricultor no solo es el que consigue cosechas récord todos los años, sino el que consigue integrar en su actividad valores ambientales y de equilibrio natural, además de sociales, incluso históricos y culturales. Porque ser agricultor es mucho más que el hecho de explotar una parcela.
¡No perdamos el alma en nuestro trabajo!
Dedicado a todos aquellos hombres, mujeres y niños que mantenían esos valores, a los que aún los mantienen, y a los que se sumarán. La agricultura perdió su dignidad y consideración social cuando apareció la esclavitud en el mundo antiguo, se recuperó cuando fue abolida, no dejemos que la tecnología desbocada nos la vuelva a arrebatar.